“La Bandera
fue tu culto, la Bandera fue tu altar,
y dijiste: «Cuando vaya para siempre a descansar,
que ella
envuelva mi cadáver». Y moriste
con honor,
en los
brazos siempre abiertos de la enseña tricolor”(2)
Manosear gran parte del
epistolario de Matías Ramón Mella y Castillo, publicado en conjunto por última
vez a propósito del centenario de su muerte, en 1964, adquiere una renovada
pertinencia, ahora celebrando los doscientos años de su nacimiento, para
reencontrarnos con el hombre del trabucazo nocturno de aquel glorioso y
memorable martes 27 de febrero de 1844.
Es por igual una estupenda oportunidad para elevar nuestra condición patriótica
y acusar un sano y moderado nacionalismo en momentos tan propicios.
No obstante haber transcurrido
algunos meses del día exacto de su
natalicio (25 de febrero) la magna cifra alcanzada en el año que discurre provoca,
necesariamente, generar una mirada ponderativo-generacional de su figura y trayectoria
en cualquier instante del mismo.
De allí proviene también la
consiguiente convicción de la necesaria consideración de su accionar como
legado patrio, sabiendo de antemano que para hacerlo no bastaría una lógica
formal ni una razón pura. Precisaría, más bien, de una lógica más radical
todavía que la lógica basada en una cosmovisión esencialmente histórica.
Celebrar dos siglos o lo que
es lo mismo, doscientos años es siempre una legítima razón para revalorar el
trayecto social de los acontecimientos históricos y reestudiar las improntas
personales implicadas en los mismos.
Es por ello, entonces, que
hemos querido una vez más acercarnos a ese almacén de la memoria colectiva que
es la historia dominicana, lo cual haremos a seguidas, no sin antes realizar
algunas precisiones importantes para entender como redefiniendo el hito
ahistórico de los Padres de la Patria es posible una completa reivindicación de
Ramón Mella en un justísimo procerato.
Desde siempre la “inmortal” tríada de los Padres de la
Patria nos ha parecido una señora absurdidad, un oportunismo más y una jugada
política aviesa. Con explicaciones risibles carentes de las más mínimas justificaciones.
¡Cosas
de Lilís!, la
frase homónima que titula aquel opúsculo de Víctor M. de Castro, nos permite
figurar con claridad el involucramiento de éste en lo que ha sido denominado,
acertadamente, como una “imposición tiránica” y una “maniobra
clasista”.(3)
Ulises Heureaux (Lilís)
oficializó mediante la resolución No.
332 del once de abril de1894 la infundada y patriótica tríada para complacer
salomónicamente a sus amigos Manuel De Jesús Galván, furibundo y obcecado santanista
de la época, quien apelaría por Mella; y a Juan Francisco Sánchez, “uno
de sus más destacados servidores”,(4) hijo del mártir de San Juan,
Francisco del Rosario Sánchez .
No había pasado mucho tiempo
de su incorporación cuando ya la tríada justificaba el avivamiento de ciertos
antagonismos entre seguidores de la misma. Provocando los más encendidos
debates en torno a la supremacía de uno y otro y ni hablar de las voces que
sugerían un aumento de la membresía.
Y es así como esta tripleta
inopinada luego de 122 años ha demostrado ser una simbiosis perversa. Una
aberración nacional y una afilada punta de lanza de la distorsión histórica.
Donde el griterío polémico maledicente se ha
impuesto como manifestación de lealtad.
En esa misma tesitura
observamos como dentro del imaginario patriótico se vienen consignando
diferentes pedestales para aquellos hombres, machos y masculinos que tuvieron
la dicha y el honor de que el destino los confrontara con los designios primerizos
de nuestra nación.
Tenemos por un lado a los trinitarios originarios, nueve dice el discurso duartiano que son; a los comunicados y febreristas por el otro, un grupo mucho más nutrido y heterogéneo
pero no por ello menos importante a la causa por la independencia.
Podríamos pensar
que dichas nomenclaturas tienen un carácter meramente cronológico, sin embargo
la “ciudad letrada” y los “saberes históricos autorizados” lo que han
hecho es erigir un sistema altamente jerarquizado e injusto, con enumeraciones
antojadizas y muchas veces sesgadas.
Los acompañantes de Juan
Pablo Duarte en el trio paterno de la nación, por ejemplo, no fueron trinitarios originarios aunque sí febreristas connotados con una
trayectoria reluciente, cimera y bastante consecuente.
Pero ya hablemos sobre Mella
que es quien interesa realmente por aquello de sus doscientos años cumplidos y
poco festejados.
Matías Ramón Mella o Ramón
Matías o también M. R. Mella y hasta Ramón Mella son formas, todas aceptadas,
de nombrar a este corajudo hombre de febrero. Fueron todas éstas, maneras utilizadas
por él mismo también para firmar innumerables documentos y cartas.
En este firme combatiente de
cuyo indecible valor somos todos los dominicanos deudores eternos hallamos la “indómita intrepidez” que nos configura
como pueblo ante ese temor que subyacía a la “Hora liberadora del Conde” para romper con la dejadez nacionalista y
con ese inmovilismo que nos alejaba de concretar la sobrecogedora “Separación de la República Haytiana”.
El disparo de Mella o como lo
describiese Galván en 1883: “Una fragorosa detonación de su
pedreñal (…)” (5) es el punto de inflexión independentista
definitivo. Es la pulsión que desdice de la inacción temerosa y la vacilación
que cubría los pechos rajados por la duda y el descreimiento.
Así la determinante actitud asumida
por el bienintencionado Mella nos legaría un ejemplo de acción visceral inquebrantable.
Su también agudeza pragmática se pondría igualmente de manifiesto con
reiteración vertiginosa en los demás roles que le tocara jugar sin más soporte
solido que la palabra.
Ramón Matías Mella quizá sea
la respuesta a décadas de discordia y tronadas discursivas apologistas entre
duartistas y sanchistas que insisten en protagonismos inmerecidos y poco
prioritarios para una elevación sacrosanta de sus respectivos dioses.
Insistir con Mella como
respuesta no es un contrasentido, no es intercambiar supuestos patricios en
altares inalcanzables ni proseguir esa danza que tan solo bailan dos o tres
historiadores con un lastre conservador muriente.
Duarte es el único y
verdadero Padre de la Patria; Mella por su parte es un oportuno, elocuente y
grandioso momento del que disfrutamos, como nación, para un relanzamiento
adecuado del ejercicio nacionalista mesurado, patriótico y decente.
La proceridad de Mella es una
cantera luminosa de apremiantes intentos logrados. Es la génesis polvorosa de nuestra
dominicanidad y el coraje accionante contra la indecisión. Y es, por supuesto,
un obligado referente del rico arrebato de la certeza.
Criticarlo al margen de su
contextualización histórica sería fácil e injusto. Pero tampoco se trataría de,
por ejemplo, justificar su pertenencia a gobiernos santanistas que no es lo
mismo que hablar de un inexistente santanismo, sino más bien y de manera
específica, adentrarnos en sus convicciones sociales y políticas, en una coyuntura
totalmente distinta a la de Febrero de 1844, a través de un profuso intercambio
epistolar desde Europa, ahora como Enviado Extraordinario. Un rol asumido eficientemente
con un alto sentido de las funciones ejercidas que proyectaría su estela como tal vez ningún otro.
Fueron ocho largos meses los
que Mella estuvo tratando de buscar, primero, un protectorado y luego el
reconocimiento puro y simple de la independencia dominicana fungiendo las veces
como agente confidencial y agente consular.
Desempeñar esa controvertida
misión diplomática con talante y vigor connaturales, no fue óbice para seguir
mostrando una responsabilidad patriótica correspondiente con los valores
cardinales que siempre justificaron su cercanía con Juan Pablo Duarte.
¿Y de su ímpetu? Como no
hablar del ímpetu tan característico del general, ese por el cual no pocos
historiadores y publicistas le han descalificado.
Precisamente
es esa su virtud
más acendrada y memorable. La vehemencia fulgurante de Mella es realmente
pintoresca.
Veamos esta perla encontrándose
en el país en 1856: “Yo, gobierno, cojo a Segovia, lo envuelvo en
su bandera y lo expulso del país”. (Aquí se refería al cónsul español
en Santo Domingo, Antonio María Segovia e Izquierdo, el de la funesta Matricula
de Segovia).
En Mella hubo también errores
de manejo y algunos desaciertos políticos. Negarlo sería atentatorio al fin perseguido
por este artículo. Pero sobredimensionar dichas faltas interpretando
erróneamente su contexto situacional con meros distingos y simples menciones de
funciones gubernamentales sería igualmente imperdonable y poco ético.
En la actualidad “analistas de la historia” han
advertido algunas fallas
a la configuración ideológica del prócer, fallas que podríamos aceptar en
cuanto a su planteamiento más no en su fundamentación por estar las mismas
sobrecargadas con alegatos para nada históricos. Ahora bien, estamos
convencidos de que tanto errores, desaciertos y fallas son los menos.
La impronta heroica de un
prócer debe medirse en los aspectos cualitativos iniciales y finales de su “todo vital” y Mella es un ejemplo señero
de dicho argumento. Aducen algunos que no es como se inicie sino como se
termine sin menoscabo del espacio entre los extremos. Creemos que el inicio
deslumbrante y el fin sencillamente determinante de Matías Ramón Mella es muestra
contundente de lo sostenido anteriormente.
La sola mención de la ya
célebre Circular contentiva de Las Instrucciones Para La Guerra de
Guerrillas, método a ser utilizado durante la Guerra Restauradora contra
los españoles, nos pinta a un General en
Jefe del Ejército del Sud en el cual no había espacio para las indefiniciones.
Muy por el contrario ese convencimiento a ultranza manifestado por Mella fue
vital para el despliegue estratégico y bélico triunfante.
Es en el Mella restaurador
que vemos la consagración definitiva de la proceridad aludida; he aquí a un
Mella orgulloso, precavido y decidido a jugársela por la patria que él mismo
ayudo a crear en 1844.
Leamos a este
Mella que firma una proclama exactamente veinte años después de haber firmado otro
documento (Manifiesto del 16 de enero de 1844), igualmente trascendente e
histórico, con las mismas intenciones salvadoras, el 16 de enero de 1864: “(…) No
es mi propósito excitaros a una inútil rebelión; pero sí es de mi deber como
ciudadano libre, haceros comprender que la insurrección no es un crimen cuando
ella ha llegado a ser el único medio para sacudir la opresión; pero sí es
crimen no pequeño el indiferentismo que la sostiene y alimenta”.
“DOMINICANOS: (…) La América debe pertenecerse a sí misma;
(…)
Si para convencer a la España de esta verdad no ha bastado el escarmiento de
los campos de Carabobo, Boyacá y Junín, ni el Genio de Bolívar, aquí está el sable de nuestros soldados y el clima
de Santo Domingo”. (6)
Ahora observemos lo sostenido
por Emiliano Tejera Penson (1841-1923), precursor de temas historiográficos
dominicanos, sobre el desempeño de Mella durante la Restauración cuando en su Monumento a Duarte… dice: “(…)
Mella, que en la tarde de su vida formuló en una circular memorable el plan de
guerra que permitió a los dominicanos combatir con éxito en la Guerra de la
Restauración”.
(7)
La conclusión, poco menos que
aplastante. Matías Ramón Mella y Castillo es verdaderamente un símbolo sin par
en nuestros anales fundacionales. Con muchísimo más que una referencialidad
histórico-militar oceánica su proceridad se yergue indetenible al olimpo de los
próceres. A sus pies, sin embargo, yace toda una generación que lo desconoce
como a muchos otros grandes hombres de nuestra historia. Es por ello que
decididamente insistimos con la lectura y relectura que propende al sereno y
desapasionado análisis de nuestro
pasado.
Quisiera finalizar parafraseando
al historiador vegano Guido Despradel Batista (1909-1959), con un concepto de
su peculio interpretativo sobre como se ha vuelto más que innecesaria
la emergencia de supuestos errores
pretéritos de Mella porque en ello lo que ha habido es, definitivamente, “un
exceso de reflexión”.
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS:
SERRA, J. María, Apuntes para la
historia de los trinitarios, fundadores
de la República Dominicana, Santo Domingo, Imprenta de García Hermanos,
1887. NOTA: Según Serra, estas fueron las palabras dichas por Mella justo en el momento
de hacer el glorioso disparo. (1)
JIMÉNEZ, Ramón Emilio, La Patria
en la Canción, Barcelona, 1933. NOTA: Fragmento del poema titulado Ramón
Mella. (2)
JIMÉNES-GRULLÓN, Juan Isidro, El mito de los Padres de la Patria incluido El debate
histórico, Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2014, (vol. CCXIII). (3) y (4)
Homenaje a Mella, Santo Domingo, Academia
Dominicana de la Historia, 1964, (vol. XVIII). (5) y (6)
TEJERA PENSON, Emiliano, Escritos Diversos, (Andrés Blanco Díaz, editor), Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2010, (vol. CIII). (7)
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